Hace unas semanas anduve de viaje por el Norte con unos amigos. En la última mitad del año me sumé a sus encuentros de los sábados para compartir con ellos algunas cosas que aprendí relacionadas con andar por la montaña y el trabajo en equipo.
El resultado de estos encuentros fue un viaje de 2 semanas, diseñado por ellos, en donde tuvimos una mezcla aventura, incertidumbres, riesgos, obstáculos que despertaron en todos nosotros un montón de emociones, de esas que están apagadas en la monotonía de la ciudad.
Para mi fue una experiencia increíble poder ofrecerle a estos chicos, junto con mi equipo de coordinación, una entorno controlado donde puedan experimentar todos los sabores de la montaña. Donde puedan probarse en situaciones completamente nuevas y descubrir cosas sobre ellos mismos que desconocían.
Me acuerdo cuando estábamos subiendo a un cerro, sin visibilidad, de sus caras de duda. De cómo a pesar de no saber que les iba a proponer la montaña en los próximos 10 minutos, ellos seguían, apostaban un paso más, hacia arriba, confiando en las líneas naturales del terreno. Preocupados por cómo bajar, separaban los problemas y se concentraban en el más inmediato, cómo subir. Esas emociones propias del aprendizaje, mezcla de incertidumbre, preocupación, expectativa, se notaba en sus caras, en sus gestos, en cómo caminaban.
Lo más lindo fue, al final del viaje, hablar con ellos y escucharlos sobre cómo la habían pasado. Verlos abrir los ojos de emoción y contar con pasión las experiencias que vivieron. Lo que recibí de ellos en ese momento, fue una emoción que sentí en el pecho. Que despertó en mi algo que tenía un poco dormido, apagado. Las ganas de hacer montaña cómo cuando tenía 20 años, un impulso que hacía mucho tiempo no sentía.
gracias amigos!